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ENTRE LINEAS

Gamberradas de leyenda (1ª parte)

Gamberradas de leyenda (1ª parte) Al leer las niñerías que monocamy describe como gamberradas en su artículo del día 19 , no puedo por menos que sonreírme y recordar aquellas que hice, “sólo o en compañía de”, allá por los tiernos años de la adolescencia. En particular recuerdo un día en el que, por muy poco, no acaba con mis huesos en un centro para menores (entonces se llamaba correccional). Antes de pasar al relato hay que conocer el entorno en que se produjo el incidente.


Corría o, más bien, andaba en su lenta monotonía el año 1969 ó 1970, no lo recuerdo bien. Debéis perdonar mi falta de memoria pero es que, en aquellas fechas los años se parecían mucho unos a otros y, salvo la fecha de mi comunión (aunque las hostias ya me las habían empezado a repartir antes), el primer beso que le di a una chica (o ella me lo dio a mi) y mi primera polución nocturna (totalmente voluntaria) las demás fechas me la traían al pairo. Bueno, todas no. La obligada del 20 julio de 1969 cuándo el hombre, con la ayuda de Stanley Kubrick, pisó por primera vez la Luna, también la recuerdo. Por cierto que, con el tiempo y el advenimiento de la actual democracia a partir de noviembre de 1975, pude llegar al convencimiento que aquélla hazaña no fue para conmemorar el treinta aniversario del “glorioso alzamiento del 18 de julio”, como en algunos círculos se había llegado a comentar. Así como también supe que Armstrong no era en realidad el seudónimo de Agustín, ni Aldrin el de Agapito, ni Collins (el que se quedó en la nave) el del Sr. Conill, en Catalunya y Cunil en el resto del suelo patrio. He de aclarar que, por aquél entonces, era obligatorio que los apellidos catalanes o que morfológicamente se pareciesen, debían llevar delante el tratamiento de “señor, señora o señorita”, supongo que para remarcar el tópico de que “los catalanes éramos gente trabajadora y seria” y siempre veíamos las relaciones con los demás como meras transacciones comerciales y no como un compadreo tabernario.


Situado el contexto histórico en el que se produjo la tropelía, es necesario saber dónde para entender lo que acaeció después. En aquél tiempo estaba estudiando sexto de bachillerato en lo que se denominaba Instituto Nacional de Enseñanza Media. Jamás he sabido a que se debía la denominación “Enseñanza Media” si a que la historia de España, asignatura obligatoria desde párvulos, sólo te la explicaban hasta la mitad del siglo XIX o si era porque salíamos de allí “medio enseñados” ya que los profesores habían obviado voluntariamente a nuestro conocimiento, determinados detalles escabrosos de la vida que luego, “por desgracia”, nos sería revelados en nuestro acontecer adulto. Lo que si era curioso es que las siglas del Instituto eran las de INEM, con lo que se puede decir que ya existían las oficinas de “desempleo” incluso antes de que existieran los parados (en esos años no había parados, sino vagos). Sexto de bachillerato equivale a lo que hoy es un primero de bachillerato. Luego, para pasar al siguiente curso, el que se llamó Curso de Orientación Universitaria (C.O.U.) debías superar una reválida y, una vez acabado éste, la selectividad. Bueno, el que se denominaba, “examen de entrada en la Universidad”.


Para que os hagáis una idea, el INEM al que iba, denominado “Menéndez Pelayo”, seguía la liturgia del Régimen imperante entonces. Y no me refiero al alimenticio, sino al político. Eso si, algo más anoréxico que el de ahora. Cada día, diez minutos antes de entrar en las clases por la mañana, nos hacían formar en filas a todos los alumnos en el patio del Instituto. Un enorme patio que podía albergar a más de los mil alumnos que, aproximadamente, allí cohabitábamos educativamente hablando. El rito siempre era el mismo. Sonaba una sirena, como la de las fábricas, a las nueve menos diez. Eso significaba que debíamos darnos prisa para conformar las hileras, de mayor a menor estatura, por clase y por curso. La conformación y rectitud de las filas se hacía extendiendo el brazo derecho, nunca el izquierdo por razones obvias, haciéndolo descansar en el hombro del compañero de delante y procurando que tu vista apuntase rectilíneamente al cogote de aquél.


Guardando por ese orden estudiantil y estético, estaban los profesores vigilantes que espoleaban a los remolones en conformar la hilera amenazándoles con castigos casi carcelarios sino accedían de inmediato a la formación. No digamos las reprimendas que se llevaban aquellos que, como yo, alborotaban el orden, dándole palmaditas en la nuca al compañero que tenía delante con la excusa de que no estaba apuntando bien la vista. “¡Líneas, le va a caer un paquete como continúe dándole palmaditas a Círculos¡”. Pero nada., yo continuaba con mi juego más que nada porque, el que me tocaba siempre delante le tenía una tirria fenomenal por lo repeinadito que iba siempre. Era entonces el momento, teniendo su cogote a mano, cuando podía descargar el golpecito y, de paso, marearle un poco la cabellera. Mi momento estudiantil de gloria diario. La verdad es que acabé por cogerle cariño al cogote, no a su propietario que, por lo que supe, años después, la seguridad social le concedió una pensión de invalidez permanente, “por problemas en las cervicales”. Prometo que no tuve nada que ver en el asunto.


Pero eso no es lo que quería contar. Lo que quería explicar fueron dos gamberradas que acaecieron en un mismo día y que me hicieron entrar, y no exagero al menos en una de ellas, en la historia de las leyendas estudiantiles. En esas historias que corren por colegios e institutos y que no se sabe si pertenecen al imaginario popular o sucedieron realmente.


Continuemos en ese patio y con la formación. Una vez formados, firmes, desde un megáfono situado en un despacho del primer piso del edificio del INEM, el director nos voceaba las instrucciones. “¡¡ Derechaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaarrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr ¡!”. Y a esa voz todos girábamos a la derecha. Desde esa posición, alzando la vista hacia un pequeño patio superior situado enfrente nuestro, se ubicaba un mástil con la bandera española. Cada día debía ser izada por uno de nosotros mientras, por megafonía, sonaba el himno nacional. Podéis imaginaros el castigo que se inflingía a aquél que moviese siquiera una pestaña o el que, tararease siguiendo los acordes del himno aquello de: “Arriba Espanya montada en una canya, si la canya es cau, Espanya adeu xiau”. Lo cierto es que nosotros nunca tuvimos la culpa que Manuel de Espinosa, a quién se le atribuye el mismo, no lo acompañase de letra y azuzase nuestra imaginación para que cada españolito le pusiera la que creyera más conveniente.


Cada día, además, después de escuchar los acordes del himno nacional, uno de nosotros subía al primer piso para recitar la “Canción de la Juventud española” que, para no cansar al lector y lectora, sólo citaré en su última estrofa. Decía así. “San Fernando, patrón de la juventud española, nos ayude a mantenernos fieles a nuestros ideales por una España mejor ¡Viva España ¡” “¡¡ Viva ¡!”, decían casi todos cruzando los dedos…


Y me llegó el turno de ir a recitar la cancioncilla de marras. Aquél día, un compañero de clase que tenía fama de viajar con sus padres frecuentemente a Francia, Vallcorva, me dió un inidentificable disco en su funda y me dijo sonriendo: “Haz el cambiazo por ésta cancioncilla que hoy bailaremos en el patio”. Llegué al primer piso donde, como siempre, estaba el director: “¡Hombre Líneas, a ver cómo lo hacemos hoy ¡” “ Muy bien, Sr. Director, hasta me he aclarado la voz para recitar en condiciones!”. Recuerdo que me lanzó una mirada como dudando en si era sincero lo que le decía o, si por el contrario, le estaba tomando el pelo. En un momento de descuido del director, cambié el disco del himno nacional por el que me había facilitado mi amigo… No se dio cuenta del cambiazo. “¡¡ Bien ¡!”, pensé. Con mucha solemnidad, el director, ahora ejerciendo de pincha-discos nacional, colocó la aguja en el vinilo y las notas empezaron a sonar:


“Si los curas y frailes supieran
la paliza que les van a dar,
subirían al coro cantando:
"Libertad, libertad, libertad!!”


Si los Reyes de España supieran
lo poco que van a durar,
a la calle saldrían gritando:
"¡Libertad, libertad, libertad!"…



Recuerdo la expresión de terror reflejada en la cara del mandarife estudiantil que, sólo acertaba a gritar: “¡¡! Líneas quiteeeeeeeeeeeeeee eso inmediatamenteeeeeeeeeee ¡!! Y yo, no queriendo traicionar aquél histórico momento, me hice el traspuesto aprovechando que la risa se había quedado en mi boca abultando y enrojeciendo exageradamente los mofletes. Debió verme de color algo violáceo el director pensando que me estaba quedando sin respiración del susto, porque fue él el que reaccionó arrancando literalmente, el disco de su ubicación justo, justo cuando se escuchaba el tercer son de “…libertad!”.


“¡¡Todo el mundo a clase inmediatamente!!” vociferó el mandamás por megafonía “¡¡ Y que el culpable o los culpables no piensen que van a salir de esta sin su justo castigo!!”. Y dirigiéndose a mi: “¡¡¿ Y Ud. Líneas no sabrá nada verdad?!!” “Nada, nada, Sr. Director” dije con voz temblorosa. “¡¡Ya hablaremos!!. Ahora váyase a clase con los demás”."

4 comentarios

Para Virginia acompañándome a las barricadas -

¡¡ Y que lo digas !! ¡¡ La lucha por la vida !! :-)

Virginia -

No me parece una gamberrada como las de monocamy, me parece un inicio en la lucha muy interesante.

Para Onice preguntando finales -

Sólo tendrás a leer la segunda parte... Espero "colgarla" esta tarde... ;-)

P.S. Y mi castigo, fue un premio

Onice -

Supongo q en aquella epoca eso sería una gran falta...hoy por hoy, una nimiedad...Como acabo todo??? Te libraste del Castigo?